Y el agente aturdido no podía comprenderlo
como aquel hombre meditabundo en su
quehacer
dedicaba horas interminables, lluvias y
soles
para hacer una obra maestra
sin
pensar siquiera en cuánto podría ser vendida.
Así se fue la jornada detrás de aquel
absurdo
y el reflexivo agente dijo convencido:
poca importancia habrá que darle a tu
rutina
más allá de que tu obra
pueda ser convertida en pieza de estantería
en sutil sonido para las tardes de siesta
en tapiz colorido o huella pasajera.
No eres lo más sublime,
no tan
necesario,
puedes permitirte cualquier torpeza.
No todos tienen ese privilegio.
No en cambio así:
el ingeniero debe cuidar muy bien sus
errores
puede venirse nuestra casa abajo
y los puentes
o las grandes torres.
El médico debe estar siempre atento
a no fallar,
la herida pudiese gangrenarse,
el paciente
podría perder el sentido.
El piloto ágil y prudente
no puede permitirse equivocaciones
de su pericia dependerá la estabilidad del
vuelo.
¿Y tú, qué importancia tienes
más allá
de lo bello, de la forma y el disfrute
de lo que apenas forjas en terco ocio?
Y dijo el artistita:
¡Ah compañero!
que
cosa con las palabras
con las
miradas sin fuego
que no queman.
¡Nosotros!
los que nos perdemos en la creación del
arte y sus faenas,
bebiendo arcoíris para la sed de cielo,
robándole melodías al universo,
y al danzar inquieto de los océanos,
debemos también ser cauteloso, fieros,
aguerridos y certeros.
Un mínimo paso en falso hacia la industria y
sus senderos
y lanzamos al abismo las almas de aquellos
que ahora señalas
y se perderán las palabras,
la palabra que nos nombra y nos crea en
silencio
con las que inventamos el mundo,
la palabra que a diario nos
inventa,
la que nos forja y nos canta
nos crea, nos mata
y nos vuelve
eterno nacimiento.
Poema de: Andrés
Castillo