El eco de las piedras se vuelve polvo de ira sobre la tierra.
Con él, la antigua acera donde los niños de ayer sembraban sus
risas en las almas aradas de tristezas.
El cielo teñido de lúgubres terrores va cegando los ojos de la
vida en el pedazo de tierra destruida.
La muchacha hermosa que ayer escribía un poema de futuro con
la diáfana belleza de sus ojos, se perdió en la mano muerta del joven valiente
que hace apenas unas horas le entregara una flor cerca del muro.
Lejos del terror mis hijos descansan serenos, ignorando quizá,
que la vida de los suyos se vuelven dolor de un mundo mudo.
El eco de las piedras parece derrumbarme por dentro, parecen golpearme
a la cara, con la voracidad de lo incierto.
Hoy caen ensangrentados, aniquilados a la intemperie, los
hijos de todos, los hijos del que la vida quiere, los que aquí nacieron, los que
allá vivieron.
Aquí, lejos del terror, mientras la gente grita enardecida
por euforias estériles, el pueblo palestino enfrenta el dolor con la bandera
del alma erguida en dignidad.
Mis hijos también son palestinos, son hermanos del dolor, de
la tierna terquedad que brota en la caricia del mañana que vendrá.
Ojalá sus hermanos puedan volver a sus casas, puedan volver a
dormir seguros, sin que el eco del miedo invada sus almas.
Mis hijos también son palestinos aunque lo ignoren.
Al fin de cuenta es la humanidad entera quien parece que también
ha olvidado a sus hermanos.
De Andrés Castillo